Sobre la poesía de Antonio
Machado ya se ha dicho casi todo. Existen miles de páginas en las que se
analizan todos y cada uno de sus poemas; su teología, su estructura... Ni
siquiera es mi intención un torpe análisis de cualquiera de ellos. Tan solo
quiero escribir recordando algunos versos de Machado; pensar en por qué
regresan, una y otra vez, a la consciencia; intentar encontrar algo que, como
mucho, puedo intuir con dificultades.
Si tuviera que dar un buen consejo
al joven que lo necesitara para llegar a ser poeta, no dudaría en robar un
alejandrino de Machado para poder entregarlo en forma de tesoro; tal y como me
llegó a mí leyendo poesía en el metro o tirado en alguna pradera del parque del
Retiro madrileño. ‘Sabe esperar, aguarda que la marea fluya’. Machado parece
indicar el camino de la autenticidad y la honrada verdad. Esperar a que la
emoción repose después de leer, de mirar. Convertida en experiencia necesaria
podremos dejar que llegue esa marea que se produce en el mar océano que es
nuestra propia vida. Saber aguardar leyendo un poema, saber vivir la vida como
un poema. Un alejandrino construye la vocación, la existencia del joven soñador
que fui y desea que sea en otro.
Repito los poemas de Machado intentando
saber qué es lo que busco. Tal vez sea la imposibilidad de recordar a mi padre
en la intimidad más absoluta sin equivocación, tal y como merecería. Tal vez
sea el vértigo que siento sabiendo que el tiempo se acaba tarde o temprano y no
pueden quedar pendientes los asuntos importantes. Machado recordó al suyo
después de treinta años, habiendo tomado la distancia suficiente. Ve al padre
en la luz sevillana mientras el padre es capaz de mirar a su hijo, un hijo ya
con el pelo cano. Como solo un padre podría hacerlo. Un soneto que, en sus
últimos tres versos, se tiñe de la duda que genera el tiempo, de lo trágico de
una vida, de la angustia que llevamos a cuestas. Ni han pasado treinta años
desde que perdí a mi padre ni he conseguido retirarme para encontrar el sitio.
Por ello, del soneto de Machado arranco versos que me alivian pensando que soy
capaz de recordar.
Esta luz de Sevilla… Es el palacio / donde nací, con su rumor de
fuente. / Mi padre, en su despacho.—La alta frente, / la breve mosca, y el
bigote lacio—. / Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea / sus libros y
medita. Se levanta; / va hacia la puerta del jardín. Pasea. / A veces habla
solo, a veces canta. / Sus grandes ojos de mirar inquieto / ahora vagar
parecen, sin objeto/ donde puedan posar, en el vacío. / Ya escapan de su ayer a
su mañana; / ya miran en el tiempo, ¡padre mío!, / piadosamente mi cabeza cana.
Tal vez lo que busco en la poesía
del maestro Machado es un lugar común. Porque el poeta agarra sus pequeños
recuerdos o ensoñaciones y los convierte en material universal. ‘Recuerdo
Infantil’. No viví una escuela como la que se evoca en cada verso; pero era
gris, la lluvia caía salpicando los cristales y Caín ordenaba las aulas. Me
encuentro en un pupitre cacareando poemas como si fueran tablas de multiplicar.
Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian.
Monotonía / de lluvia tras los cristales. / Es la clase. En un cartel / se
representa a Caín / fugitivo, y muerto Abel, /
junto a una mancha carmín. / Con timbre sonoro y hueco / truena el
maestro, un anciano / mal vestido, enjuto y seco, / que lleva un libro en la
mano. / Y todo un coro infantil / va
cantando la lección: / ‘mil veces ciento, cien mil; / mil veces mil, un millón’.
/ Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de
la lluvia en los cristales.
Quizás lo que busco es descubrir,
de nuevo, la poesía de Machado. Sencillamente eso. Su intimidad, su tiempo.
Presidiendo desde la primera letra. Porque siempre doy con ella. Aprendí a
mirar cómo me ordenaron sus poemas cuando los leía por primera vez. ‘Sabe
esperar, aguarda que la marea fluya’. Toda las vidas de todos explotando con
fuerza en las ramas verdes de los que otros hubieran visto como un cadáver.
Todo en las ramas. La poesía en esas ramas del olmo. Leo el poema y siento la
misma emoción que siendo un jovencito.
Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las
lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido. / ¡El
olmo centenario en la colina / que lame el Duero! Un musgo amarillento / le
mancha la corteza blanquecina / al tronco carcomido y polvoriento. / No será,
cual los álamos cantores / que guardan el camino y la ribera, / habitado de
pardos ruiseñores. / Ejército de hormigas en hilera / va trepando por él, y en
sus entrañas / urden sus telas grises las arañas. / Antes que te derribe, olmo
del Duero, / con su hacha el leñador, y el carpintero / te convierta en melena
de campana, / lanza de carro o yugo de carreta; / antes que rojo en el hogar,
mañana, / ardas en alguna mísera caseta, / al borde de un camino; / antes que
te descuaje un torbellino / y tronche el soplo de las sierras blancas; / antes
que el río hasta la mar te empuje / por valles y barrancas, / olmo, quiero
anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida. / Mi corazón espera / también,
hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera.
Una pregunta a la sazón. ¿Qué es
lo que me espera? Aquí está. Es lo que espera a todos y lo que seguirá al
acecho por siempre jamás. El silencio del que mira un paisaje. El silencio que
invade durante una eternidad que no es otra cosa que el secreto del tiempo.
Está, ese silencio, en una tarde, en una mirada que va de lo grande al detalle;
en esa tristeza del poeta que es la mía; en un presente que ‘hace llorar’, la
niñez que evoca el ‘camino blanco’ y el futuro dibujado ‘lejos’, donde vemos ‘la
sombra del amor’ que ‘aguarda’. Toda la vida en un vistazo.
La tarde está muriendo / como un hogar humilde que se apaga. / Allá,
sobre los montes, / quedan algunas brasas. / Y ese árbol roto en el camino
blanco / hace llorar de lástima. / ¡Dos ramas en el tronco herido, y una / hoja
marchita y negra en cada rama! / ¿Lloras?... Entre los álamos de oro, / lejos,
la sombra del amor te aguarda.
Ya sé que poco he aportado a una
obra grandiosa como la de Antonio Machado. Lo sé. Pero sirva este texto como
homenaje, torpe y breve en exceso. Y de minúsculo faro para los que se quieren buscar
en un verso.
G. Ramírez